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LIGO: el cazador de la predicción más escurridiza de Einstein

Saúl Ramos-Sánchez
15/feb/2016

“Hemos detectado ondas gravitacionales. ¡Lo hicimos!”, celebró el pasado 11 de febrero David Reitze, director ejecutivo de la colaboración LIGO (por Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory) en una conferencia de prensa que parecía una fiesta y que será recordada por mucho tiempo. Pero este sólo es un episodio más, uno exitoso, en el largo camino de las ondas gravitacionales.

El 13 de octubre de 1993, la Real Academia de Ciencias de Suecia anunció en un comunicado de prensa que Joseph H. Taylor Jr. y su ex-estudiante Russell A. Hulse serían galardonados con el Premio Nobel por su descubrimiento en 1974 de un sistema rotante de dos pulsares separados apenas por algunas veces la distancia entre la Luna y la Tierra. Dado que los pulsares (o estrellas de neutrones) son estrellas muy densas (concentran la masa del Sol en un radio de diez kilómetros), estos sistemas se convirtieron en uno de los primeros laboratorios espaciales en donde la relatividad general de Einstein y otras teorías no Newtonianas de la gravedad podían ser puestas a prueba. Pero esta no fue la única razón del galardón.

Cuatro años después de descubrir el sistema binario de pulsares, Taylor notó que el sistema rotaba cada vez más rápido, pero en una órbita cada vez más pequeña. La única explicación consistente con los datos es que el sistema pierde energía en forma de un tipo de radiación hasta entonces hipotética: radiación gravitacional.

La radiación gravitacional es, como los agujeros negros, una predicción insospechada de la Relatividad General de Einstein. Esta radiación se refiere a oscilaciones del espacio-tiempo, es decir ondas que se desplazan contrayendo y expandiendo el lugar por donde pasan gracias a la energía que transportan, similar a olas deformando el agua o el sonido en el aire. Estas ondas son provocadas por cualquier objeto que sufra una aceleración abrupta. Las ondas gravitacionales se desplazan a la velocidad de la luz y su frecuencia depende de su energía.

Las ondas gravitacionales, ondulaciones en el espacio-tiempo que se mueven a la velocidad de la luz y aparecen cuando los cuerpos masivos aceleran. Crédito: LIGO.

Desafortunadamente, debido a que la gravedad es la fuerza más débil de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, a pesar de que esencialmente todo cuerpo puede producir esta radiación, la detección de ondas gravitacionales requiere de tecnología muy sensible y de fuentes capaces de emitir ondas gravitacionales inmensamente energéticas. Dado que la amplitud de esas ondas es atenuada con la distancia recorrida y las fuentes no son cercanas a la Tierra, incluso en un caso óptimo, la amplitud de una onda que llegara a nosotros causaría deformaciones espaciales mucho más pequeñas que un protón.

A pesar de estos retos, las observaciones de Taylor sobre la contracción de su sistema binario de pulsares constituyó una prueba indirecta de la existencia de las ondas gravitacionales. El comunicado de prensa del Premio Nobel de 1993 preveía que quizá las violentas perturbaciones de la materia que ocurren cuando los cuerpos de un sistema binario se combinan podrían producir ondas gravitacionales detectables en nuestro planeta. Asimismo, profetizó que tendríamos “probablemente que esperar hasta el próximo siglo para conseguir una demostración directa de su existencia.”

Desde la década de 1960, varios experimentos terrestres han buscado la detección directa de ondas gravitacionales empleando diversos métodos. En 1962, un artículo de M. E. Gertsenshtein y V. I. Pustovoit y diez años más tarde un trabajo independiente de R. Weiss sugirieron el uso de interferómetros para detectar estas ondas. Un interferómetro es un dispositivo relativamente simple, compuesto de lentes y espejos, que compara las cualidades de las ondas de luz originadas en un solo haz tras enviarlas por dos trayectorias distintas.

Los interferómetros usados para medir ondas gravitacionales típicamente tienen dos túneles de la misma longitud formando una “L”, dotados con sofisticados sistemas para aislarlos de toda vibración ambiental y cavidades ópticas. Un haz láser (casi infrarrojo) es dividido en el vértice de la “L” y reflejado por espejos ubicados en los extremos de los brazos, para finalmente recombinar los haces reflejados y detectarlos al emerger del interferómetro con sensibles fotodetectores.

En ausencia de ondas gravitacionales (o cualquier otra vibración), estos interferómetros están diseñados para que los dos haces, al recombinarse, produzcan interferencia destructiva, o sea, para que no se perciba ninguna señal. Cuando una onda gravitacional atraviesa el interferómetro, contrae el espacio en una dirección mientras que lo expande en la dirección perpendicular. Idealmente, uno de los brazos se encoje mientras el otro se alarga si la onda se desplaza en la vertical. Esto provoca que los haces de luz emerjan desincronizados y produzcan una señal oscilatoria de frecuencia compatible con la de la onda gravitacional que provocó la deformación del interferómetro.

Uno de los interferómetros de LIGO, ubicado en Hanford, Washington. Crédito: LIGO.

Este sencillo mecanismo es sometido a dos retos. Primeramente, pese a la tecnología empleada para evitar toda vibración ambiental, es imposible liberar al interferómetro de este “ruido”, por lo que toda señal posible debe ser lo suficientemente amplia como para destacar entre las señales detectadas. En segundo lugar, cuando una onda gravitacional atraviesa el detector, el cambio en la longitud de los brazos es igual al producto de la amplitud de la onda gravitacional por el largo del brazo (y el número de rebotes en la cavidad óptica). Dado que la amplitud de las ondas gravitacionales esperadas en la Tierra es minúscula, para magnificar el efecto de deformación de los brazos, es preciso que estos midan varios kilómetros de longitud. Además, es preciso contar con sistemas que garanticen una gran precisión en la medición de longitudes subnucleares.

Entre 1983 y 1992, los físicos experimentales Ronald Drever (Caltech) y Rainer Weiss (MIT) y el teórico Kip Thorne (Caltech) fundaron en Estados Unidos la colaboración LIGO con la misión de detectar ondas gravitacionales mediante el uso de interferómetros.

Kip Thorne, Ron Drever y Robbie Vogt, el primer director del proyecto LIGO, con un prototipo de 40 metros de los detectores LIGO en el Instituto de Tecnología de California en 1990. Crédito:California Institute of Technology.

LIGO emplea dos interferómetros en forma de L, con una longitud de 4 km por brazo, ubicados en Livingston, Louisiana, y Hanford, Washington, separados por una distancia de 3002 km. Los interferómetros de LIGO son hoy, tras las mejoras realizadas entre 2010 y 2015, tan sensibles que pueden detectar alteraciones en la longitud de los brazos de hasta un diezmilésimo del tamaño del protón (10-19 m) correspondientes a ondas gravitacionales con amplitudes mil veces más pequeñas. Además, los interferómetros están optimizados para detectar ondas con frecuencias entre 10 y 10000 Hz, un rango de frecuencias similar al de los sonidos que percibe el oído humano.

Con tal precisión, que rebasa la de los experimentos similares en Italia, Alemania y Japón, finalmente en la madrugada (tiempo de México y Estados Unidos) del pasado 14 de septiembre de 2015, durante el periodo de ajustes de LIGO y tras 8 años sin haber detectado nada, apareció una señal con duración de aproximadamente 1/5 de segundo. La señal fue detectada por ambos detectores, con 6 ms de diferencia. Más allá de esta diferencia, que es consistente con la velocidad a la que se desplazan las ondas gravitacionales, las señales son idénticas. La onda detectada comenzó como una onda de pequeña frecuencia (alrededor de 35 Hz) y amplitud, desarrollándose rápidamente hasta una alta frecuencia (350 Hz) y amplitud. La deformación máxima causada a los interferómetros fue de poco más de un milésimo del tamaño del protón (10-18m).

Los más de 1000 científicos involucrados en LIGO se dedicaron a verificar si la señal no se trató de una “falsa alarma”. En varios meses de trabajo, lograron establecer una certeza mayor al 99.99994% (o 5.1 sigma en el argot científico) de que la señal se debe al tránsito de una onda gravitacional.

Otra tarea importante fue determinar las propiedades de la posible fuente de las ondas gravitacionales. Aplicando simulaciones numéricas de la Relatividad General a distintos modelos teóricos, se logró concluir que muy probablemente (con un 90% de certeza) la señal se debe a la colisión y mezcla (o coalescencia) de dos agujeros negros ocurrida hace aproximadamente 1300 millones de años en algún lugar muy distante del universo. Se trataría de un sistema binario, similar al que les dio el premio Nobel a Taylor y Hulse, pero compuesto por agujeros negros rotantes, también llamados de Kerr, mucho más masivos que los pulsares, girando juntos en órbitas cada vez más pequeñas.



El sonido de la colisión de los dos hoyos negros. Fuente: LIGO.

LIGO logró estimar que la masa de los agujeros negros debía ser de 36 y 29 veces la masa del Sol y que, al mezclarse, produjeron un agujero negro de Kerr con una masa equivalente a 62 veces la del Sol. La energía liberada en forma de ondas gravitacionales durante esta colisión sería la contenida en tres soles como el nuestro.

LIGO admite que, aunque hay algunas otras opciones exóticas (por ejemplo, la colisión de otros cuerpos astrofísicos aún no descubiertos), es mucho más probable que se trate de agujeros negros. Por lo tanto, LIGO no sólo detectó directamente por primera vez ondas gravitacionales, sino que descubrió la primera coalescencia de un sistema binario de agujeros negros, sistemas que hasta ahora sólo eran hipotéticos.

Conceptualmente, este hallazgo no representa más que la confirmación, 100 años después de la predicción de Einstein y 60 después de la muerte del genio alemán, de la más escurridiza de las predicciones de la Relatividad General, las ondas gravitacionales. Sin embargo, contar con un instrumento capaz de observar el cosmos incluso en regiones que no emiten luz, es un avance de proporciones gigantescas.

Algunos opinan que LIGO podría pronto detectar una o dos señales de este tipo al mes y que, en 2020, cuando LIGO sea sometido a mejoras considerables y todos los demás interferómetros del mundo estén activos, este número podría aumentar de forma espectacular. Es fácil concebir que esta herramienta en un futuro cercano ayudará a comprender la composición del centro de nuestra galaxia y otras galaxias cercanas, o a descubrir cuerpos astrofísicos que hasta ahora han escapado a los telescopios porque no emiten ni reflejan luz. Por lo pronto, podemos celebrar la detección directa de sistemas binarios de agujeros negros.

Algunos físicos teóricos –los más optimistas– consideran que esta herramienta podrá usarse para descubrir los misterios de los fenómenos más violentos en la historia del universo, tales como inflación o la gran explosión que pudo haber originado el cosmos. Lo cierto es que semejantes acontecimientos, por sus propiedades, aportarían señales tan débiles que muy probablemente ninguno de los interferómetros terrestres concebidos podría distinguirlas de las vibraciones ambientales. Tal vez, interferómetros espaciales como LISA, que será puesto en órbita no antes de 2034, podrán aportar información al respecto, aunque el reto no es menor.

Mientas la colaboración LIGO se prepara para recibir múltiples reconocimientos científicos, entre los que podría figurar el Premio Nobel, astrónomos y cosmólogos de todo el mundo se preparan para usar los nuevos instrumentos en su hambre por comprender nuestro universo. Ciertamente, la historia de la física nos enseña que frecuentemente las revoluciones científicas están ligadas a grandes innovaciones tecnológicas, por lo que quizá estemos presenciando el inicio de una nueva era.

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